Zaragoza, 17 de abril a las 23:47…
Ya son cerca de las doce pero todavía no
tiene ganas de dormir. Lleva toda la noche dándole vueltas a un único
pensamiento; él. Ha tenido que discutir otra vez con su madre. Afortunadamente
no se ha dado cuenta de su pequeña desaparición, pero en cuanto la ha vuelto a
ver, a los pocos segundos estaban ya de gresca otra vez. No quiere volverle a
ver hoy al menos por esa noche. Esta vez necesita estar sola con sus
pensamientos. La idea de que el amor que ella siente hacia él, no sea el mismo
que el que pueda sentir el susodicho, hace que su corazón se encoja hasta tal
punto de dejar de latir.
No ha hablado con mucha gente por mensaje,
tampoco le apetecía. Ha apagado el móvil hace unas horas. Hoy no quería
escuchar a nadie. Mañana; antes de ir al colegio, leerá esas conversaciones que
se está perdiendo en este momento. Pero ahora no quiere, ahora necesita
sentirse lejos de la realidad, lejos de esta pesadilla; de esta asquerosa
pesadilla que es la vida. Le duele que Nacho pueda sentir algo por Pilar. Le
duele que la mire de esa manera y a ella no. Le duele que la acaricie con esa
suavidad y a ella no. Le duele que le dedique cientos de sonrisas suyas y a
ella no. Le duele no ser ella la que reina en su corazón. Definitivamente, le
duele que Nacho no sea suyo.
En ese momento odia con todas su fuerzas a
Pilar, a esa amiga que siempre le ha ayudado y apoyado cuando necesitaba
cualquier cosa, a esa chica que siempre ha estado a su lado, sobre todo después
de lo que pasó con María. Sin embargo, todo ese cariño se difumina en lo más
profundo de su corazón y es sustituido por una envidia matadora. La detesta.
Odia esos ojos que embelesaron a Nacho,
odia esa sonrisa que le enamoró, odia esa melena que le cegó, odia esos labios
que le tientan, odia esa asquerosa perfección que posee y ella no.
Los celos se apoderan de ella. No deja que
ese cariño que siempre ha tenido por Pilar gane la batalla. Los ojos se le
nublan, la mirada de tristeza desaparece y es sustituida por la mirada propia
del mismo diablo. Le arden las manos. Tiene ganas de aporrear algo y lo único
que encuentra a su alcance es una almohada de color rojo; el que representa al
amor. Las mejillas se le enrojecen, las orejas le queman, los ojos parecen
llamas marrones que aumentan cuanto más piensa en esa chica que enamoró al
hombre de sus sueños.
No puede más. Está harta de todo. Coge el
cojín y lo tira fuera de la cama. Le da varios puñetazos hasta que visualiza
varias hojas en las que está escrito ese nombre, que desde el primer día que lo
oyó de sus labios; le hipnotizó. Las
mira decisiva. No sabe muy bien si hacerlo o no, pero ahora mismo, el mal de
amores gana la batalla y eso la hace muy peligrosa. Las rompe en pedazos, sin
ningún miramiento. Los tira al suelo como si de confetis se trataran. Los pisa
para asegurarse de que nunca más se volverán a unir, y de este modo no verá su
nombre.
Sigue enfadada. No se ha desahogado del
todo. Necesita gritar, pero sus padres están durmiendo y no quiere
despertarlos, porque eso significaría tenerlos que ver otra vez.
Abre la ventana con todas sus fuerzas y
chilla. Chilla de rabia, de celos, de envidia, de amor, de tristeza, de
desamor…
Después de gritar, se queda en silencio. No le quedan
fuerzas. Está sola. No hay nadie en la calle que la pueda ver y eso en el fondo
le duele. Algo en su interior necesita que la escuchen, pero no es el momento.
Ya son las doce y diez pasadas. Tiene sueño y hoy ha sido un
día muy largo. Recoge los papeles que tirado a causa de su enfado, coloca el cojín
medio rasgado en la silla de su escritorio, abre las sábanas de la cama y se
tumba. Apaga la luz pero no cierra los ojos. La oscuridad reina en su cuarto,
al igual que en su corazón. Aquella chica sonriente y picarona está
desapareciendo. Ya no queda rastro de lo que fue. Ahora es otra persona
completamente distinta y lo malo es que esto aumenta cada vez que se va dando
cuenta de lo dura que puede llegar a ser la vida…
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